Urban Tips | 2

[Urban 02 – Les Jours Tristes]

En la oscuridad, no recordaba siquiera como había llegado a esas cuadras. Mucha gente observando mi andar, como si me vigilaran, pendientes de que no sobrepasara el límite abstracto de sus territorios.

Hasta que el sonido de un vidrio roto llamó mi atención e hizo que observara, a lo lejos, como una sombra se movía en medio de bolsas y cartones que mucha gente desechaba. Tras el sonido, un cuerpo descendía apoyado en sus piernas y llevaba sus manos al pecho mientras agachaba la cabeza.

No podía evitar acercarme, aún cuando desconocía las consecuencias, buenas o trágicas, que aquella decisión acarrearía. Quedé frente a aquél cuerpo que se amparaba en las sombras, no diferenciaba tonos ni formas. Instintivamente apoyé una rodilla en el suelo y extendí mi mano, buscando ciegamente algún modo de contacto con el ser que tenía enfrente.

Finalmente mi palma sintió calidez sobre ella, una cuota de suavidad que se teñía con instantes líquidos, el rostro de un chico que buscaba refugio, alimento, y que sollozaba al sentir un corte en su mano durante la desesperada búsqueda.

Elevé su rostro, y la oscuridad que hasta entonces dominaba se vio aplacaba por el brillo que un par de ojos claros se dirigían ante mi mirada expectante. Un mirar intimidante, un mirar demandante, que al cruzarme me pedía explicaciones de por qué su dueño se encontraba en tales circunstancias, me cuestionaba la razón de su buscar aquello que otros parecían tener sin mayores esfuerzos.

Quería ser juzgado, porque a sus cortos años no era capaz de entender cual había sido su crimen y culpa, que lo tenía pagando con abandono y hambre desde que tenía memoria.

Todavía apretaba su mano, mientras el dolor del corte se confundía con el de desear su regreso a la nada, a cuando no era nadie, cuando no había nacido. Porque poco sentido tendría seguir bajo esas condiciones, naciendo para pagar las culpas de otros, sacrificándose para satisfacer los errores de aquellos a quienes no conoce ni nunca diferenciará.

Sus cuidadores, sus padres, la sociedad, él era su chivo expiatorio. Era esa cuota indeseable, pero necesaria, en la que todos depositaríamos lo peor de lo nuestro, a la que ninguno ayudaría pero de la que todos sentiríamos con pena su existencia.

No pude seguir mirando, mi vergüenza era mayor por ser uno de los culpables de su estado, corrió para de mí alejarse, porque mi vergüenza sería un peso más quizás por el que luego debería pagar.